Viví en Zaira, escalonada, embarandada, pétrea y escurridiza como agua o luz.
Zaira ya no me dice nada, pero me contiene como membrana en el ángulo de sus calles, en sus pedazos antiguos aún en pie o ya extinguidos, me contiene como viento y herida, colgando de balcones, tarareando con sus alcohólicos charangueros. Así me tiene Zaira, a la suerte del Sol, secándome, pronunciando al aire aclamaciones compulsivas como el sollozo de un niño. Así me contiene Zaira, como un surco, cruzada en sus signos.
Pero, Zaira, ¿serás tu como Zora?
¡Pero Zaira, no te pongas triste!, Zora y tu pueden tomarse de las manos y caminar por allí, por allá, a lo lejos lejos.
No existen las despedidas, sólo instantes que se tejen y destejen.
¡Vayan, vayan juntas!, jueguen su juego de seguir al Sol.
. . .
Zaira y Zora se han ido, sus destinos yacen en su unidad. Desde ahora, son inseparables.
. . .
Estuve en Ottavia, suspendida como una nube, como cascada abrupta y gotéo silencioso, pero caí por su agujero, un surco que soy yo misma y también él.
Hoy vivo en Ersilia. Ersilia... en ella he sido nada desde que llegué, varias veces...
Varias veces... una, dos, tres, quizás diez veces.
Busco una forma.
Ersilia es en mi un cada día, un cada día, cada día.