Editorial escrita por Cristián Warnken y publicada en El Mercurio el 27 de julio del 2006.
¿Has escuchado la canción de los barrios asesinados, cuando cae la tarde en Santiago?
Yo los he escuchado llorar, como lloran los niños o jóvenes a los que alcanzó una muerte prematura y absurda. Lloran con desgarro en esquinas vacías o rotas, su lamento nace desde el fondo de calles que cambiaron de nombre, y se alza como un coro griego frente a las frías fachadas de edificios nuevos y limpios de pasado.
Camina una tarde cualquiera por Providencia, Ñuñoa, Vitacura, Santiago o Las Condes, intenta recuperar los momentos que viviste cuando niño o joven, detente en el lugar donde el olor a pasto recién cortado unido a la sonrisa de una Beatriz de tu cuadra te hizo creer un día, hace tantos años, que la felicidad estaba a la vuelta de la esquina.
Entonces, cuando ya no encuentres ni su casa, ni la tuya, ni el árbol donde escribiste su nombre y el tuyo con tu primer cortaplumas, y no puedas ya oler ni ver tu pasado (que es, talvez, lo único real que te va quedando), entonces escucharás la canción de los barrios asesinados.
Se te alojará en el centro de tu pecho, te darán ganas de llorar y gritar, frente a un edificio igual a miles de edificios que se levantan todos los días, como por arte de magia negra, en Santiago, un edificio que tú sabes envejecerá mal y que vino a ocupar, con la prepotencia de un invasor, “tu” esquina, tu infancia.
¿No han escuchado los alcaldes, los seremis de Vivienda, las inmobiliarias voraces, la canción de los barrios asesinados? En sus cómodos escritorios firman y firman permisos de construcción, que van demoliendo todo pasado que se les cruce por delante, como si quisieran deshacerse de nuestras odiseas de barrio, de nuestras pandillas sagradas, de todo lo que nos dio fuerza un día para salir -como Ulises- a conquistar el mundo.
Mañana, nuestros nietos nos tomarán de la mano y nos preguntarán desesperadamente: “¿Cuál era la casa donde viviste, tata? ¿Dónde viste por primera vez a la abuela Beatriz?”. Entonces, les diremos: “Ya no están esos lugares, solo siéntate aquí conmigo a escuchar la canción de los barrios asesinados; estos edificios que ves son las lápidas que la usura colocó sobre nuestros jardines muertos…”.
El Ulises de Homero, o el más moderno de Joyce, o de Paul Auster, sabían que, si volvían, encontrarían a Itaca o Dublín o Brooklyn más o menos como los habían dejado. Y que sus viejas ciudades o barrios eran talvez más pobres, menos vistosas, más grises que las que habían conocido en sus largos periplos, pero a ellos podían volver como un perro herido vuelve al lugar donde nació, a marcar su territorio.
Pero Ulises ya no podrá volver aquí, porque no habrá un “aquí”. Santiago será recordada como la ciudad que liquidó su futuro por asesinar su pasado. Telémaco no sabrá dónde vive su padre, Penélope habrá vendido su alma a la inmobiliaria “Hades” y no querrá saber nada de viejos amores de barrio (“¡Con la plusvalía que hay!”). Su fiel perro Argos enloquecerá buscando calles que se borraron del mapa. ¿Hay algo más triste que un perro buscando un lugar que ya no existe?
Con la mirada perdida frente a una esquina arrancada de cuajo (la de la Plaza Las Lilas, por ejemplo), Ulises Santiago será el último habitante que escuche -entre los ruidosos cantos de sirenas y alarmas- la canción de los barrios asesinados. Después, todo será olvido.