En mi verso
Diagramas de experiencia
A mis amigos,
a Mojmira Spacilova y a mis madres,
con infinito agradecimiento
y cariño.
“La bondad trascendente es como el agua”
Llegó asomado
Una vez la profesora María Pedrina le dijo a una alumna: “¿Por qué tienes que subrayar con un destacador fluorescente los textos de estudio? ¡¿No vez que eso te insensibiliza la vista?! ¡Después vas a necesitar un estímulo visual más fuerte! Estudia con otros colores pero no con lápiz fosforescente”.
Creo que Javiera se sintió realmente “insensible” cuando le dijeron eso. Y yo, también. No sé si ella habrá dejado de usar los destacadores, pero yo sí, al menos en los textos de historia del arte, en otros, simplemente no pude. Re-marcar palabras, párrafos, ideas o conceptos con esos plumones encendidos era y sigue siendo, literalmente, alucinante. Es como si las letras agarraran la luz de la tinta y enunciaran: “¡mírame, léeme, soy importante, ¡ey! Aquí estoy!”.
Es medio psicodélica, irreal y fantasiosa, como un efecto óptico entre el párpado y la mente.
Pasaron dos años de aquella reprimenda cuando intenté palpar tal luminosidad. Entonces le saqué la tinta a los lápices y la hurgué en un papel, luego en una rama, en más papel, en mis bitácoras, sobre cartón, etc. El pigmento luminoso llego asomado entre las cosas, pero antes de que me diera cuenta de ello, tuve que ansiar encontrarlo, dejarme buscar, fascinarme por las formas que lo contuvieran… hallé así, en el entre de los árboles.
Con el pasar del tiempo, ese entre se desplazó a muchas otros cuerpos y comencé a visualizar formas que estaban más allá de la incandescencia, comencé a conmoverme con la distancia que había entre el acá y el allá. A conmoverme de mí propio anhelo de seguir observando, de tocar y comprender. Sentía que se me había despertado una fuerza vital, una fuerza que no me abandonaría porque no era circunstancial, sino una fuerza vital que siempre llevaría conmigo cual parte de mi misma.
No me gusta invadir a la gente…
…Ni escribir, ni documentar lo que me cuentan mientras me lo cuentan. Prefiero mirar a los ojos, oler sus casas y sus ropas, ver cómo se mueven, notar sus modos de decir, escuchar lo que tengan para contar.
Fue así, cuando escuchando las experiencias de mis vecinos, construí en mí una apertura, una “disposición”.
¡Uno jamás sabrá lo que un vecino tiene para contar!
Me fui dando cuenta de que en el gesto mismo de escuchar, hay una distancia entre ese vecino y yo que envuelve modos, colores, olores e imágenes en la cual ambos estamos implicados y con una posibilidad de estar libremente. Fue entonces en ese momento cuando comencé a entender el aire entre nosotros, entre mi vecino y yo, como un espacio diagramable-tridimensional en el cual podía ubicar relaciones o puntos entre-abiertos de acuerdo iba fluyendo la conversación y el relato mutuo.
Se podría decir que, además de esa apertura, necesitaba aprender a ordenar lo que oía. Y fue de este modo, dándole un lugar dentro de mi, algo así como Giordano Bruno pensó su sistema de memoria: dándole un lugar a las cosas para poder recordarlas .
Pero luego me di cuenta de que para poder re-cordar, tenía que re-flexionar. Permitir el re-pliegue y el vínculo, para así hacer perdurar esa apertura. Quería sentirla constantemente, sentirla presente.
Es una fuerza vital, es mi alimento imprescindible.
Ahora necesitaba tocar para poder entender, para poder apre(he)nder.
Rito de pudrición
Pasaron infinitos meses antes de tocar.
Pensé que iba todo bien y que la cuestión no tenía que ver con mi oficio, hasta ver mis manos verdes, huesudas y adoloridas. Entonces, por asco a mi propio miedo, por asco a infectarme más de mi propio miedo y no poder vivir de nuevo, toqué para encontrarme a mi misma y ya no al mero brillo de un lápiz plumón.
Senté cabeza realmente cuando empecé a ver a más polillas de lo normal dentro de mi pieza. Había muchas. Eran pequeñas pero molestosas. Comencé a espantarlas y a seguirlas, quería ver hacia donde huían. Fue entonces cuando recibí ese puñal en mi pecho, quedé sin aliento: tomé mis verdes, huesudas y adoloridas manos y las metí en un macetero lleno de lana, la levanté y escuché arena que caía dentro de él, pero no, eran huevos, y vi cómo una nube de polillitas salía volando y de pronto, poniendo más atención a las hebras de lana, allí estaban, decenas de gusanos en sus capullos algodonados.
Tomé el macetero con lana llena de estos seres, lo llevé a la cocina y realicé allí mi acuciosa (intro)inspección. Unas ollas, agua, fuego y mientras hacía el rito escribía:
El olor de la lana es hediondo, es como si el olor de los gusanos estuviera en ella. Asco, polvo, mal olor, desprendimiento del color. Carcomido el hilo. Separación.
En el agua y con el calor. Que hierva el agua, que hierva. Los gusanos salen tiesos, cocidos. Los capullos se separan de su rama de lana.
Las polillas no se resisten a la artimaña humana de la cocción. Proceso de interiorización. Mato lo que simboliza mi enfermedad, mi mal, mis dudas, mi temor.
La cocción es mi purificación, mi reivindicación al oficio, de mi mano y modo de entender. Es un grito de autonomía con color, olor, calor y separación. ¿Quién dijo que tejer es sólo unir? Tejer, y todo lo que implique la lana es uno de los más abstractos y alquímicos procesos.
Las máculas de la Luna se parecen a las burbujas del agua que hierve. Parecen una onda estática, un momento de explosión y evaporación congelado en un tiempo.
Hervir, bullir, borbotear es como caer, rodar, golpearse. Es moverse, es caos, agitación, calor. Es desmoronarse, agitarse. Es separarse.
El burbujeo del agua que hierve hace flotar a los tiesos y frágiles cuerpos de los gusanos. Se salen, se van. Quiero sacarlos a todos, saber que ninguno vivirá. Que no habrá ni gusanos ni huevos.
Las coyunturas de la piel, especialmente las del rostro, se parecen a las pequeñas corrientes que se crean por entre las hebras de lana que hierven.
Los ojos en el rostro son como dos burbujas, son mundos acuáticos que siempre dicen algo sobre quien los posee.
La lana en cocción, hirviendo, se me entre-mezcla con el rostro de la Nonita (mi vecina), aquella escalera y la caída.
Hay rostros, que sin querer, se parecen al que buscamos o al que queremos ver. La Nonita azul, tiene algo de lo que podría ser mi madre, o de lo que fue mi tía Silvia. Hay algo en la cuenca de los ojos, sus pliegues, las fosas de su nariz.
Mi madre tiene la piel cada vez más manchada y con arrugas. Ella envejece.
Las mujeres cuando envejecen se dejan el pelo corto. El recuerdo que tengo de mi madre cuando yo era niña, es de su cabello largo.
La forma de la caída por la escalera es de ambos cuerpos rodando envueltos. O el de ella abrazando y yo siendo abrazada. O el de ella curvándose para protegerse a si misma y yo dentro del hueco de su curvatura. Todas esas, son la forma de la caída.
Caímos de piedra en piedra, de escalón a escalón. De salto en salto, de giro en giro, de golpe en golpe. Menos de 30, más de 25 peldaños en la memoria de mi cuerpo.
Hervir, bullir, borbotear es como caer, rodar, golpearse. Es moverse, es caos, agitación, calor. Es desmoronarse, agitarse. Es separarse.
Se sueltan los gusanos, se salen, se desprenden lentamente de la hebra. El calor los mató de a poco, el burbujeo los soltó de a poco. Se libera calor, olor, contención de la madeja, se abre la hebra. Ebullición, burbuja, explosión, desprendimiento, movimiento y apertura constante, onda, vapor, transformación, mutación.
Se cae el cuerpo, y éste se despierta. Aparece el instinto, el reflejo, la respuesta. Se contrae en un instante, se defiende, protege su vida. Se libera calor, dolor, la contención muscular, se abren los brazos. Rodar, abrazar, proteger (se), contener, contenedor, calor, abrir (se), dolor, despertar la memoria, seguir.
Recuerdo que rodé, temblé. Recuerdo que abrí mis ojos como si fuera la primera vez que abría tan terrenalmente los ojos. La contención de mi cuerpo fue el despertar de la memoria de mi cuerpo.
La baranda es como la olla, los palillos, las agujas, el telar.
El tejido, es el relato, el movimiento, la oralidad.
Los puntos del tejido son los peldaños, cada giro, cada grado hasta los 100ºC.
Los gusanos son el tiempo, como una percepción de lo temporal. Una nota a pie de página que dice que la muerte y la vida están siempre presentes, que dice que el tiempo es algo que pasa, que es en su transcurrir. Nosotros somos el tiempo, porque somos transcurriendo.
Las manos, son el viento. Son el deseo, la voluntad por querer comprender, por querer creer, por querer crear.
Revisando la lana me doy cuenta de que ella conversa con las cosas de la cocina: con los vasos, los platos y mis manos calientes. Conversa con el vapor que emana y dice tranquila después del dolor, que por fin puede respirar.
Dejo secar la lana y les hecho Raid antes de volver a revisarla. Me esperan, a que las desenrede y las vuelva a lavar. Me esperan para llevarlas a pasear por mis dedos, por piedras y viento.
Los gusanos ya no están.
La lana es como encontrarse con una Perséfone recuperada. Creí que la perdería en la oscuridad de su pudrición, pero ha brotado de ella, ha renacido como las plantas de Adonis sobre los tejados, ahora ¿Dejaré que se pudran otra vez?
Estuvo bien perder lana e intentar recuperarla mediante la cocción, el hervir y el desinfectar pero, ahora quiero tomar estos hilos de colores y dejarlos reposar en mi vientre mientras juegan en mis dedos y me cuentan su historia. Mucha pena me daría si esto volviera a pasar. Ahora deseo que se quedaran para siempre conmigo como si eternamente las trenzara. Tendría que morir primero mi cuerpo para zafarme de estas hebras.
No he tomado las lanas. Las del telar, siguen ahí. La madeja blanca, sigue ahí. Las otras, ya las desenredé y las guardé para cuando las ocupe. No sé cuando será eso.
Hoy vi una polilla. La maté.
Este lunes quiero desenredar la lana blanca y la lana del telar, porque no soporto otro día más y verlas así… No es la lana, es el tiempo que pasa sin que me permita tener al material en mis manos.
En este mismo instante, con la lana nueva entre mis manos, llega mi ciclo lunar.
Re- conocerse y distinguir
Más allá del tiempo, antes o después del rito, esa fuerza vital hallada fue la cadencia de un vacío, un lugar oscuro y tibio que es silencio puro. Un lugar que todo fecunda. Una redondez inmensa, un abrazo que no tiene fin.
Entonces fue cuando volví a sentir nuevamente ese fulgor inicial, pero esta vez lo sentí dentro mío y expresada en mi decir textual, en mi caminar, en mi tejer cotidiano y concreto…
…Abrí el ojo, lo entre abrí, y de esa leve apertura dejé salir la luz. Dejé que se hiciera fuga por mi grieta.
En el espacio, aparecieron las cosas.
Para ver, había que desnudarse el ojo, como sacárselo. Continuar la geometría intrínseca, aquella luz, aquel reguero de nuestra agua interior, nuestra fuente primera de agua clara.